ALTERNATIVAS
Miguel Ángel Rodríguez E.
La política de los últimos años ha sido “robespierreana” lo que ha determinado una maniquea división de los actores en buenos (yo y los de mi grupo) y malos (los demás). Si los de enfrente han incumplido algún requisito en el financiamiento político nos encontramos ante un hecho penal que debe ser sancionado con cárcel; si el problema ha surgido en mi partido se trata de un requisito formal sin ninguna consecuencia. Si en un contrato de obra de un gobierno adversario unas puertas no calzan o unos repellos están quebrados es un acto de peculado que amerita la cárcel para el gerente de la constructora y para los que la adjudicaron; si fracasa la reparación de una platina en un puente por parte de un gobierno de mis amigos es un simple caso de fuerza mayor que debe ser pasado por alto. Si un adversario voltea la cabeza para contemplar la espléndida figura de una funcionaria es un acto de acoso; si mi compañera es acusada de invitaciones inapropiadas a un subalterno el caso nunca amerita ser investigado.
Estas actitudes se han venido agravando y generalizando en los últimos años. Una consecuencia es la dificultad de llegar a acuerdos, pues no se discute sobre la sustancia de las cosas sino sobre las intenciones y la consciencia moral de los actores. Este elemento subjetivo junto con las características de nuestro diseño institucional determina el aparente consenso de ingobernabilidad.
¿Cómo resolver esta situación? La única palabra que brota en mi mente es la de la necesidad de nuestra “conversión”. Necesitamos convertirnos, pero de verdad, al cristianismo. La conversión es un acto libre y voluntario de adoptar valores y normas de conducta, y de seguirlos.
Para bien y felicidad de todos yo quisiera que esa conversión fuese al cristianismo como compromiso con Jesús. Pero lo que socialmente es necesario en nuestro país es al menos convertirnos a la “cultura cristiana”: la cultura del amor al prójimo.
Entonces podemos discutir cómo son los problemas y cuáles sus mejores soluciones. Podemos dedicarnos a resolver los problemas y no a odiar y perseguir por ello al adversario.
Pero se me podrá decir que ya hace 96 años Max Weber indicó que eran incompatibles el Sermón de la Montaña y la eficiencia política. ¿Cómo puede entonces aplicarse la cultura del amor a la acción política?
La solución es sencilla. Aceptar la libertad de los demás sobre sus determinaciones y acciones que no violen derechos del prójimo, no es afirmar el relativismo contemporáneo sobre la verdad, la belleza y el bien.
Yo debo respetar a mi adversario y en eso consiste mi amor por él, pero puedo a la par defender con ardor mis ideas de lo que es bueno, verdadero y bello.
Ser tolerante con las apreciaciones de los demás y humildemente aceptar la posibilidad de estar yo equivocado, no impide defender con vehemencia nuestros conceptos y valores. Y cuando nuestro tema es el análisis de los problemas públicos y la comparación de sus soluciones; cuando no personalizamos ni prejuzgamos las intenciones ajenas; cuando dejamos a los tribunales la tarea de juzgar y esa tarea se cumple conforme al debido proceso…entonces si se puede dar la discusión inteligente que es necesaria para que la democracia sea exitosa. Con amor es más fácil la gobernabilidad.
Fecha de publicación: 22-Abr-2013
Fuente: diarioextra.com