Página Quince

Miguel Angel Rodríguez

Noviembre 26, 2019

Estancamiento secular o cíclico

En la época de mayor interacción comunicativa, nuevas fronteras nos dividen.

 

Hace treinta años cayó el Muro de Berlín y se abrió el telón de acero. El mundo es muy diferente después de aquella gloriosa noche del 9 de noviembre de 1989.

Hoy, como entonces, debemos celebrar ese triunfo de la dignidad y la libertad. Pero 30 años después, nuevas fuerzas desbordantes se esmeran en construir nuevos muros que nos dividan, separen y obliguen al odio, el enfrentamiento y la violencia.

Cuando cayó el Muro de Berlín, también cayeron los mitos de la racionalidad de la planificación central y de la eficacia de las autocracias.

Muchos creímos que un gran consenso en libertad, democracia y mercados abiertos fortalecería el desarrollo político de las naciones, la gobernanza internacional y el desarrollo humano. Para muchos, ese hecho significaba que se hacía realidad el fin de las ideologías planteado por Daniel Bell en 1960, tal como lo dictó Francis Fukuyama en El fin de la Historia y el último hombre. Era la llegada del mundo de la libertad. Las diferencias políticas serían respecto a caminos técnicos, no sobre objetivos. Reinaría la meritocracia.

Pero la historia es terca. El fin del enfrentamiento de la Guerra Fría no significaba acabar con otros de otro tipo.

Treinta años después continúa dándose con toda fuerza y en diferentes regiones del mundo la lucha entre intereses opuestos, entre diversos objetivos de la acción pública y entre diversas formas de concebir la organización del Estado y el manejo político. Hoy, más que ayer y con mayor violencia, chocan en las calles manifestantes frustrados con sus gobernantes en muy distintos países.

Se levantan muros no construidos como ayer, con cemento y acero, sino erigidos por las separaciones entre grupos fanatizados e incomunicados, y que hemos levantado con el uso de las nuevas tecnologías de infocomunicación y por la pérdida de pertenencia y fraternidad.

El manejo de nuevas tecnologías disruptivas es difícil para las personas y sus interacciones. Esa dificultad se agiganta con la velocidad alucinante con que ahora se trasforma el conocimiento.

Así como me equivoqué creyendo que la caída del Muro significaba la convergencia de los idearios hacia los postulados de la democracia liberal, también erré celebrando que la nueva infocomunicación nos iba a conducir a un ágora digital, en la que intercambiaríamos opiniones, oiríamos al “otro”, negociaríamos y crearíamos consensos.

Muro digital. Vivimos la etapa de aprender el uso de esa nueva tecnología mediante millones de experimentos de prueba y error para así acostumbrar a ella nuestras acciones, tradiciones y uso del cerebro. Y mientras tanto, el resultado ha sido inverso: los algoritmos de las redes sociales nos conducen a intercambiar con quienes en cada tema piensan de manera semejante, y en estos grupos se agudizan las diferencias, y con frecuencia se imponen las posiciones más extremas.

Para que la Internet y las redes sociales fuesen “gratuitas” para los usuarios, sus ingresos se han generado con la apropiación de nuestra información, sin reconocer nuestra propiedad, sin respetarla ni pagárnosla. Los datos les sirve para sectorizar a los usuarios y vender publicidad dirigida a segmentos de potenciales clientes muy finamente divididos . Ya los medios no ganan por acceder al mayor público posible, sino por definir grupos de gustos muy homogéneos.

Por nuestras propias preferencias y decisiones y por el modelo de negocios de los grandes operadores en Internet, nos vamos encerrando tras muros digitales que limitan nuestra interacción con quienes piensan, sientan y opinan distinto.

Las redes sociales permiten la invitación anónima a movimientos masivos que comunican e integran grupos diferentes en manifestaciones no lideradas por personas específicas, ni convocadas por un mismo interés. En cada distinta nación hay un disparador común que une a los diversos grupos, pero los motivos que han llenado el vaso para que la gota lo rebase no son los mismos. Los unen las frustraciones ante temas diferentes y su enojo con “el sistema”; con independencia de que cada sector tenga una queja diferente y entienda de manera distinta el “sistema”.

El efecto de esta nueva tecnología se magnifica por el desarraigo social que experimentamos y por el aumento de la incertidumbre.

Desarraigo. La tecnología, la urbanización y el muy bienvenido reconocimiento de los derechos legítimos y naturales de mujeres, niños y minorías también nos someten al aprendizaje de nuevas formas de convivencia, y durante este período sufrimos el costo de los cambios. Antes nos daban arraigo y seguridad las relaciones interpersonales basadas en comunidades geográficas integradas por personas con diferentes condiciones socioeconómicas que se conocían entre sí y se apreciaban.

Ahora vivimos en una interacción despersonalizada, deshumanizada, con quienes solo compartimos algunos aspectos específicos gracias a contactos anónimos en las redes sociales. Hemos perdido la seguridad de relaciones laborales duraderas. La familia nuclear estable constituye cada vez una proporción menor. Hemos perdido las certezas y nos guían los relativismos: en los conocimientos, en los valores y hasta en los hechos. Ese desarraigo y esa desubicación angustian. Los atávicos instintos al nativismo y el miedo-odio al extranjero reviven con agigantado vigor y nos dividen en el interior de las ciudades. Vivimos tiempos de desencanto en la democracia, la globalización y las instituciones internacionales. El aumento de la incertidumbre y la desconfianza llevan a la indignación.

Los pueblos pierden la fe, sospechan de las élites, sienten a quienes las integran lejanos y desinteresados. Las élites creen conocer lo que conviene al pueblo y pierden comunicación con este, el cual las percibe como arrogantes.

Ciertamente el bajo crecimiento económico y el aumento de la desigualdad frustran las aspiraciones que se ha forjado clase media. Además, la ineficacia de los gobiernos y la corrupción abona el enojo. Pero la semilla de la indignación crece en el suelo fértil de las nuevas formas de convivencia.

Diálogo fallido. Vivimos los maravillosos resultados de las últimas décadas en las que el desarrollo tecnológico, la globalización, la eficiencia de los mercados ha transformado un mundo de inmensa mayoría de pobres en uno de una mayoritaria clase media. Ese dinamismo crea expectativas de acceso a nuevas formas de consumo y de un continuado aumento del bienestar, que si no se cumplen llevan a la frustración.

La comunidad que brinda abrigo desaparece y la unidad social se fragmenta, dividida por muros que la encasillan en compartimentos estancos, con incapacidad para la comunicación y el entendimiento. La solidaridad se difumina.

Se fortalecen la emotividad y el odio, y se debilitan la racionalidad y el amor. Aparece la violencia que rara vez puede causar efectos positivos.

El antiguo muro que nos partía en comunistas y demócratas durante la Guerra Fría se convierte en una multitud de muros que dividen las nuevas tribus. Y en su resentimiento, frustración y enojo las diversas tribus se unen en su violenta protesta contra el “sistema”.

Urge derribar los nuevos muros y recuperar la fraternidad, la confianza mutua y el diálogo sincero.


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El autor es ex presidente de la República

Fuente: La Nación


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